sábado, 18 de junio de 2016

Día del padre…

Por Cuauhtémoc Gama Ponce


Mi padre tuvo una vida corta: cincuenta años. Intensa, no obstante. Marcada en sus inicios por la desmemoria de sus escasos cuatro años. De muchas maneras accidentada por la orfandad al carecer de su propio padre a partir de entonces, y por una madre que lo envió a educarse en internados lejos de su seno en la ciudad de Pachuca en el estado de Hidalgo, luego en la de Querétaro en el estado del mismo nombre, mientras ella dedicaría su viudez a la crianza de su hijo menor al que llamaría Jorge, en Tulancingo.
     Ambos hermanos, Aurelio y Jorge, y su medio hermano mayor, Teodoro, los tres hijos del marido de mi abuela, de apellido Gama, el de aquel minero que falleció a los treinta y cinco años a causa de una enfermedad pulmonar que contrajo debido a su trabajo en los socavones de plata y de oro en Mineral del Chico, en las montañas hidalguenses.
     Pero no me desviaré del tema. Eso está en otro escrito.
     A sus quince años, mi padre ingresó a la Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo en el estado de México y conoció a la mujer que habría de ser mi madre, Guillermina Ponce Maldonado.
     Omitiré detalles de lo que no es necesario acerca de los años que siguieron a ese encuentro, porque ello pertenece asimismo al otro relato referido.
     Aurelio Gama Vera obtuvo el grado que lo distinguió como Ingeniero Agrónomo en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en el estado de Michoacán donde nacimos mi hermana y yo. Fue un hombre de carácter duro, algo seco por la infancia vivida, por los errores de su juventud un tanto romántica y atrabiliaria como la de casi todos, por los de su adultez temprana, tal vez algo atormentada por un noviazgo y un matrimonio que lo confundió más que ayudarlo y lo orilló (los llevó a ambos) a divorciarse diez años más tarde, apenas pasando la edad de treinta y uno.
     Mi padre fue un hombre que amaba la historia del mundo, la de nuestro país. Era conocedor de la geografía y de la naturaleza, pero no lo suficiente de la conducta humana. Lo primero se lo debía a la inagotable afición de la lectura; lo segundo, a la experiencia obtenida de su profesión, a los incontables viajes que realizó por la República Mexicana y por el extranjero. Lo tercero –aquello de la conducta humana– ninguno lo conocemos.
     Ese hombre de carácter firme, en ocasiones temido, siempre respetado por sus colegas, también por quienes formó laboral, académica y familiarmente, sufrió de un infarto al corazón mientras conducía su automóvil el Lunes 26 de junio de 1995, a las 21:05 horas al Sur de la Ciudad de México, y fue legalmente establecida su efímera –aunque irremplazable presencia– de acuerdo al certificado médico de defunción, al testimonio del joven de urgencias médicas de la ambulancia que no pudo salvarle la vida y al de una pareja de ancianos que presenció la tragedia desde el vehículo que venía detrás del suyo.
     El diagnóstico que lo acompañó durante muchos meses, muchos años, es cosa de cardiólogos, parece un trabalenguas: taquiarritmia ventricular cardiopatía dilatada.
     Lo que viví durante sus funerales aquella noche, me lo reservo. Es cosa privada.
     Puedo afirmar sin reservas, queridos amigos, que mi padre, Aurelio Gama Vera, tenía el corazón muy grande al morir hace casi veintiún años.
     … Y a todo eso junto que tuvo mi padre en el corazón durante su breve existencia, durante mi infancia, dentro de sus aleccionadoras miradas, con su entrañable e insustituible compañía, en los viajes que hicimos, en la educación compartida, todo ello apiñado en este breve relato, si no me equivoco, se le llama filantropía, altruismo, generosidad, o qué sé yo cuántos sinónimos puedan encontrarse…