martes, 21 de septiembre de 2010

La magia de la cámara lenta (91)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Entre 1984 y 1985, ocurrieron tres cosas significativas. Intentaré describirlas, ordenándolas en retrospectiva.

La primera

El sábado 14 de diciembre de 1985, sin más ceremonia que haberme formado desde las ocho de la mañana en una fila de más de cien individuos, de manos del Coronel Jesús Coronel Portilla, entonces adscrito como oficial instructor al Ejército Mexicano, recibí mi Cartilla de Identidad, donde consta el haber cumplido con el Servicio Militar Nacional de conformidad con el artículo 15 de la Ley del propio servicio (sic), haber sido encuadrado en el Centro de Adiestramiento del 12º Batallón de Infantería (sic), protestado Bandera el 5 de mayo del mismo año (sic), y pasar a la 1/a. (sic) Reserva a partir del 31 de diciembre. Rúbrica del Cor. De Inf. Cmte. Cto. Adto. S. M. N. (sic) y sello oficial del Escudo Nacional.

    De acuerdo al documento que tengo en mis manos, desde entonces me convertí en un ciudadano mexicano hecho y derecho.

    Lo que no dice la cartilla, es que el sismo del 19 de septiembre me despertó a las 07:19 horas, acostado en mi cama adolescente de bachiller, y que menos de un minuto después entró mi padre a la habitación, asustado:

    –Chavito –dijo–, levántate, porque esto está muy feo.

    Obviamente, tampoco refiere el documento oficial que el Ejército Mexicano reaccionó tarde y mal, casi dos semanas después en tanto se “organizaba”, “controlaba los accesos“, limitando el auxilio –haciendo gala de torpeza– a los sitios de destrucción a ciudadanos voluntarios, PEMEX, Cruz Roja Internacional, Cruz Verde, brigadas de salvamento extranjeras, que se aprestaron desde el primer momento a dar ayuda a nuestros conciudadanos; ni que los conscriptos del 12º Batallón, amén de otros, habríamos de ser convocados para ir a las calles y sacar cadáveres o auxiliar supervivientes inverosímiles de entre las ruinas, sin adiestramiento adecuado, sin equipo, con una buena dosis de voluntad y una condición: «Al que no se presente a servicio el próximo sábado no se le entregará la cartilla».

    Por supuesto, el documento oficial tampoco menciona que, durante días, semanas, meses, años; esto es, un par de décadas y un lustro después, recordamos aquel terrible siniestro cuando pasamos frente a las vecindades que mandó construir el gobierno capitalino en turno a guisa de sucedáneo, todavía existentes en algunas partes de la ciudad, no sin dejar de percibir cierta inquietud y un dejo de impotencia tras el tiempo transcurrido y la tibieza de los discursos de nuestros gobernantes.

    Como tampoco describirá el momento cuando, aquel lejano sábado mientras regresábamos a nuestras casas, se nos acercó una señora que rompió en llanto al ver nuestras caras llenas de polvo y de susto dentro del Metro:

    –Gracias, muchachos –nos dijo–. Muchas gracias.

(Continuará)

martes, 14 de septiembre de 2010

La magia de la cámara lenta (90)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Introducción

Ante todo, es necesario aclarar que el título proviene de mi infancia, cuando, al lado de mi padre, luego de cenar, solíamos ver episodios dominicales de caricaturas en televisión y nos divertían las hazañas deportivas de Goofy ("Tribilín", le llamaban los traductores de la época) que repetían, paso a paso, los errores cometidos por el personaje durante su desempeño y que hábilmente describía el narrador utilizando lo que es ahora la denominación de esta serie de breves escritos. Sirvan, pues, estas palabras para honrar su memoria y para solaz reflexivo de ustedes, que me han convidado a esta nueva etapa de ejercicios mnemotécnicos.

    Y ni modo, como dicen los que dicen: ahora se aguantan...



Los orígenes

Cierto domingo, en la época del quinto o sexto año de la primaria, mi padre, tenaz lector, comprador compulsivo y proveedor de libros y enciclopedias de la familia, me lanzó un amigable desafío: leer en una sola noche Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, como él acababa de hacerlo.

    –Cuando puedas, chavito –dijo-. Sonrió, me dio un beso, dejó el ejemplar sobre mi escritorio y se fue a dormir.

    El reto me interesó y me introdujo al solemne hábito de la lectura. Muy espantado, lo reconozco, pues las más de doscientas páginas que tenía aquella edición me alarmaron, no tanto por su enorme complejidad lingüística (de la que me percaté al echar ojo al primero de los capítulos), sino porque yo tenía once o doce años y apenas había leído un par de libros, casi siempre ilustrados, en versión infantil, de aventuras de Emilio Salgari, algunos de Jules Verne, escasas obras del fabulario de Jean de La Fontaine, de Esopo, dos o tres de aventuras de Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle, y pocas obras, muy pocas, de otros autores cuyos nombres he olvidado; muchas historietas, por supuesto, que hoy son una reliquia y de las que nadie se acuerda (ahora se les llama "cómics", mamonamente, a los bodrios orientales): Los supersabios de Germán Butze, La familia Burrón de Gabriel Vargas, Los agachados de Eduardo del Río, “Rius”, y algunas innombrables más.

    Confieso que no pude con el reto.

    Así las cosas en mi niñez y a principios de mi adolescencia: papá me daba instrucciones veladas con una pequeña serie de retos que él sabía que producirían en su hijo –su “pequeño vástago”, como solía llamarme– un resultado favorable durante el crecimiento y a lo largo de la vida. Pero entonces yo no lo sabía. Yo actuaba por puro reflejo y porque algo en el fondo de mi ser intuía que así era como debían de hacerse aquellas tareas, como vaca en aprisco.

    Días más tarde, tomé seriamente el diccionario del librero como un compañero personal y lo cargaba a todos lados junto con los libros, hasta que, siendo adulto, comenzó a desencuadernarse, lo devolví al librero y compré otro.

    Hubieron de pasar casi tres años para cumplir con aquella encomienda...

(Continuará)

lunes, 13 de septiembre de 2010

La magia de la cámara lenta (89)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Los caminos de la memoria son inescrutables e impredecibles...

    Mientras se crece, vamos descubriendo día tras día, con más o menos conciencia de las cosas desde la adolescencia, construyendo, inventando, renovando –o corrigiendo cuando se requiere– eso que llamamos de manera un tanto arrogante "vida". Así que un día despertamos y al vernos frente al espejo descubrimos lo inevitable: cada vez nos parecemos más a nuestros padres.

    Nos invade el pánico.

    A los cuarenta, nos preguntamos qué ha sido de nuestras vidas, dónde hemos llegado y cómo carajo lo hemos conseguido; por qué nos salen pelos de la nariz y por qué el dinero nos importa cada vez más pero nos alcanza menos; por qué, si tuvimos la fortuna de trabajar, de viajar y de conocer mucha gente en los últimos veintiocho años nos hemos olvidado de nuestros sueños, olvidándonos de nosotros mismos. Nos sabemos ateos incorregibles, veteranos de la risa y buenos relatores de historias: "hombres con mucho pasado", contrariamente a la idea bonachona de que fuimos "jóvenes con mucho futuro" como solían expresar nuestras familias.

    Entonces caemos en la alegre cuenta de que, desde una esquina de la memoria de la vida de otro, alguien más se dedica comedidamente a esculcar en el pasado de un grupo de adolescentes al hojear un cuaderno de recuerdos escritos desde la más pura inocencia. Y se pone en contacto con ellos llamándoles, escribiéndoles, organizando reuniones y ve tú a saber qué más...

    Nos pone de buen humor reflexionar que uno tiende a no percatarse del correr del tiempo y que, pese a todo, se está muy bien: una que otra arruga, unas cuantas canas, claro. Pero, sobre todo, cuando se han recibido noticias aderezadas con fotografías de viejos camaradas, algunas llamadas telefónicas, un breve encuentro con un par de ellos en tierras desconocidas en donde las panzas, las lonjas, las ojeras, los tintes en el cabello de las damas, los divorcios, la alopecia (o la certidumbre de la muerte, ni modo) han causado estragos y son tema de conversación conspicua. Ciertamente, la vida ha provocado algún que otro deterioro cuya relevancia estriba en que, si nos cruzáramos en la calle, no podríamos reconocernos.

    Por fortuna...

    Sonreímos un poco y nos congratulamos al ver que pertenecemos a un universo extraño, pero cálido y lleno de buenos recuerdos. Nos prometemos asistir, sin falta, a la próxima reunión del grupo para dar unos cuantos abrazos y unas palmadas en las espaldas de nuestros viejos amigos de la secundaria.

    Los que queden...

    Y nos duchamos y salimos a enfrentarnos con el resto de nuestras vidas...

sábado, 4 de septiembre de 2010

La magia de la cámara lenta (1)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce 

Proemio

Llegado el momento, no hay más que esperar.

    Puede ocurrir, sin embargo, que poco antes se tengan ganas de un café, de un cigarrillo y ¿por qué no? de poner algo de música y colocarse los audífonos para escuchar mejor, hacia dentro de uno mismo.

    Puede suceder, porque en ocasiones así son las cosas, que se abra el libro cuya lectura se había postergado en las últimas semanas, y, efectivamente, retomar el hilo de la historia.

    Puede acontecer, inclusive, que después de un tiempo se tengan deseos de bailar…

    Y uno se levante…

    Y se haga un par de pasos…

    No más… Frente al espejo.

    Y ya está. La musa ha bajado de los cielos a darnos unos instantes de paz.

    Carajo, qué bien se siente…