martes, 14 de septiembre de 2010

La magia de la cámara lenta (90)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Introducción

Ante todo, es necesario aclarar que el título proviene de mi infancia, cuando, al lado de mi padre, luego de cenar, solíamos ver episodios dominicales de caricaturas en televisión y nos divertían las hazañas deportivas de Goofy ("Tribilín", le llamaban los traductores de la época) que repetían, paso a paso, los errores cometidos por el personaje durante su desempeño y que hábilmente describía el narrador utilizando lo que es ahora la denominación de esta serie de breves escritos. Sirvan, pues, estas palabras para honrar su memoria y para solaz reflexivo de ustedes, que me han convidado a esta nueva etapa de ejercicios mnemotécnicos.

    Y ni modo, como dicen los que dicen: ahora se aguantan...



Los orígenes

Cierto domingo, en la época del quinto o sexto año de la primaria, mi padre, tenaz lector, comprador compulsivo y proveedor de libros y enciclopedias de la familia, me lanzó un amigable desafío: leer en una sola noche Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, como él acababa de hacerlo.

    –Cuando puedas, chavito –dijo-. Sonrió, me dio un beso, dejó el ejemplar sobre mi escritorio y se fue a dormir.

    El reto me interesó y me introdujo al solemne hábito de la lectura. Muy espantado, lo reconozco, pues las más de doscientas páginas que tenía aquella edición me alarmaron, no tanto por su enorme complejidad lingüística (de la que me percaté al echar ojo al primero de los capítulos), sino porque yo tenía once o doce años y apenas había leído un par de libros, casi siempre ilustrados, en versión infantil, de aventuras de Emilio Salgari, algunos de Jules Verne, escasas obras del fabulario de Jean de La Fontaine, de Esopo, dos o tres de aventuras de Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle, y pocas obras, muy pocas, de otros autores cuyos nombres he olvidado; muchas historietas, por supuesto, que hoy son una reliquia y de las que nadie se acuerda (ahora se les llama "cómics", mamonamente, a los bodrios orientales): Los supersabios de Germán Butze, La familia Burrón de Gabriel Vargas, Los agachados de Eduardo del Río, “Rius”, y algunas innombrables más.

    Confieso que no pude con el reto.

    Así las cosas en mi niñez y a principios de mi adolescencia: papá me daba instrucciones veladas con una pequeña serie de retos que él sabía que producirían en su hijo –su “pequeño vástago”, como solía llamarme– un resultado favorable durante el crecimiento y a lo largo de la vida. Pero entonces yo no lo sabía. Yo actuaba por puro reflejo y porque algo en el fondo de mi ser intuía que así era como debían de hacerse aquellas tareas, como vaca en aprisco.

    Días más tarde, tomé seriamente el diccionario del librero como un compañero personal y lo cargaba a todos lados junto con los libros, hasta que, siendo adulto, comenzó a desencuadernarse, lo devolví al librero y compré otro.

    Hubieron de pasar casi tres años para cumplir con aquella encomienda...

(Continuará)

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