lunes, 21 de septiembre de 2015

La magia de la cámara lenta: El Señor de Huauzopan

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

En el municipio de Yautepec, dentro del estado de Morelos, hay un pequeño pueblo que ha sido famoso por dos cosas, principalmente: la siembra y el cultivo de caña de azúcar y el nacimiento de una celebridad del teatro, Virginia Fábregas García, conocida en su época como la “Sarah Bernhardt mexicana”, quien nació en la hacienda que años después se convertiría en un ingenio de la industria azucarera, dando empleo a los pobladores de la región.

Yautepec, además, ha tenido fama por ser paso de uno de los grandes héroes de la historia patria, Ignacio Zaragoza, el legendario general que hizo –hasta donde se conoce– dos escalas en la cabecera municipal: la primera, para recibir la instrucción terminante del presidente Don Benito Juárez; la segunda, para dirigirse a Puebla a combatir a los invasores franceses; y de otro más: Don Ignacio Manuel Altamirano, el celebérrimo escritor de la novela póstuma El Zarco, masón, político, defensor del Liberalismo, partícipe de la Revolución de Ayutla en 1854, y finalmente embajador de México en Italia, donde falleció en San Remo.

Pero centrémonos en el relato que deseamos contar, el de nuestro querido Oacalco y sus costumbres…

Fue un año en que no llovía, en época de zafra, hace poco menos de siete lustros. La cruz y el cristo estaban sobrepuestos en el piso del atrio de la iglesia, asoleándose desde hacía algunos días. Mi madre, al verlos maltratándose, preguntó señalando: «¿Y qué hace ahí?».

–Está castigado –le respondieron–, porque no ha habido lluvia.

Recién llegada a la región, mi madre consideró que aquello era una infamia, una irreverencia, aunque no dijo nada por respeto.

La historia del noble crucifijo se remonta a los tiempos de la Revolución, cuando lo encontraron en un lugar que los oriundos llaman 'Chile Verde'; entonces, los pobladores de Tepoztlán lo reclamaron como suyo, pero una tormenta abundante, súbita, lo impidió. También se dice que cada vez que intentan llevárselo del poblado a otro lugar que no sea Oacalco, se pone más pesado, como si no quisiera irse de allí. Eso dicen.

Poco después de aquella lejana tarde, de algún modo, los fieles del pueblo de Oacalco se reunieron, mujeres, hombres, niñas y niños, hablaron con el sacerdote. Entonces sacaron del atrio de la iglesia al cristo para que les hiciera el milagro.

Y comenzó a llover…

Los trabajadores, la gente toda del pueblo –y la del ingenio– comieron, bebieron, ayudando a transportar al cristo. En medio de la borrachera comunal, lo tiraron de bruces en el lodazal y se le cayó la nariz. Alguien la recogió, se la pegaron como pudieron continuando con la pachanga celebrando entre vítores.

–Deberías escuchar cómo lo cuenta mi compadre, hijo.

La imagen mide cerca de dos metros de altura, es de madera, está pintada de colores. Se dice que pesa muchísimo. No se sabe cuánto en realidad. En la actualidad, al cristo se le conoce como el Señor de Huauzopan (que así se llama el ejido donde fue encontrado mucho tiempo atrás) y dicen que es milagroso; tanto, que los pobladores de Oacalco aseguran que en ocasiones “abre los ojos”. Ya no hay época de zafra en el pueblo, ni trabaja el ingenio, pero se extrae el enorme crucifijo del fondo de la iglesia para que haga lo mismo cada vez que falta el agua. En temporada de lluvia, se lleva a cabo un recorrido durante nueve días por los alrededores con la imagen y se celebra una fiesta en su honor el día 25 de septiembre, cada año.

La gente come. Los hombres se emborrachan…

sábado, 12 de septiembre de 2015

La magia de la cámara lenta (la década de 1980) UNO

Por Cuauhtémoc Gama Ponce



Conviene aclarar que lo siguiente fue escrito en octubre de 1989 en un comedor-cafetería que infortunadamente ya no existe. Se ubicaba en la calle Francisco Sosa, cerca del Jardín Centenario en Coyoacán.



Fue aquí, en esta misma mesa, donde solíamos escribir en las servilletas aquellas palabras incomprensibles que jamás imaginé se tornaría en una práctica consuetudinaria, recurrente, para llamar su atención. Creo que tampoco imaginé que ella las guardaría, aunque en el fondo lo deseaba.

     Fue aquí muchos, muchísimos meses después de su partida, donde por primera vez vacié el contenido exacto de una botella de vino tinto en cuatro copas repletas de su ausencia.

     Fue aquí donde contraje, una vez más, la locura maravillosa de enamorarme de las letras.

     Fue este, dentro de todos los sitios imaginables y reales de la ciudad, el único que se me vino a la cabeza cuando se me pidiera una descripción detallada de alguno que revelara mi predilección suicida.

     Y fue este pequeño restaurante, sobre de esta mesa, dentro de estas paredes con sus sencillos cuadros, sorbiendo este vino, de lo único que se me antojó escribir, hablando para mis adentros como si ella se encontrara enfrente mío, viendo su mirada azul observándome y escuchando el tráfago acompasado de las calles adoquinadas de Coyoacán en una tarde fresca de septiembre después de la lluvia –una tarde cualquiera de los años ochenta–, desde una ventana de Los Geranios.




viernes, 11 de septiembre de 2015

Otro paréntesis

Por Cuauhtémoc Gama Ponce


Dentro de mis archivos, encontré un escrito, uno más, que hizo un Biólogo amigo de mi papá, y que alguien me dio durante sus funerales, hace poco más de veinte años.





FOTOGRAFÍA: GUILLERMINA PONCE MALDONADO, 1970.











jueves, 10 de septiembre de 2015

La magia de la cámara lenta (septiembre de 2015)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce



Comencé a escribir a los dieciséis años pensando en que, algún día, relataría una historia bien contada y que mis amigos la disfrutarían. A través de los años, he encontrado el modo de publicar algunas cosas, escritas y gráficas, gracias a quienes, en medio de esta vorágine tecnológica, han tenido la posibilidad de echarme una mano, en tanto una editorial con la que he contactado se decide a publicar mis historias breves como debe de ser: dentro de un libro impreso en tinta y papel.

     Lo siguiente, se lo escribí a la madre de mi hijo hace mucho tiempo, luego de terminar un noviazgo que duró cuatro años –por motivos insulsos que no recuerdo con exactitud–, y que se reanudó para casarnos algunos meses más tarde, en marzo de 1998.

     Tuvimos un matrimonio más o menos exitoso, más o menos estable, durante el cual viajamos, nos hicimos de una mascota al cuarto año, nos espantamos tras la noticia sorpresiva, súbita e inesperada de una enfermedad atroz por su naturaleza cruel, irreversible, progresiva, de orígenes desconocidos, y procreamos a Diego al quinto; hasta que, finalmente, llenos de dolor por nuestro hijo tan pequeño, nos divorciamos casi al undécimo por mentiras y ocultamientos –principalmente míos, he de reconocer– debido a falaces pretensiones de ambos, a la toma errática de decisiones compartidas, culminando con pleitos legales irresolubles, insensatos, perdiéndonos el respeto, peleándonos para siempre…

     Tal es mi versión.

     Desconozco la de mi hijo…



Ciudad de México, 16 de mayo de 1997.

Hace tiempo que me pides escribir una carta, continuar un relato al que no he sido capaz de darle más rasgos que los de un par de apuntes; que te obsequie con detalles simples como un chocolate, acaso una flor, porque ello es muy significativo para ti…

     Hace tiempo que me dices:

     –Tú ya no me quieres.

     Hace tiempo dejé inconclusa la carta, decidí no continuar con los apuntes, dos, con los que durante un tiempo y, en verdad, establecí batallas personales para encontrar de nuevo el juvenil dominio del pulso sobre el papel.

     Hace tiempo perdí, efectivamente, el gusto por los chocolates, el olfato por las flores y el portentoso significado de ciertas pequeñeces.

     Luego se acortó la distancia entre el principio y el final.

     Pasaron los años…

     Y henos aquí.




     Al leerla después de tantos años, me pasma la inexorabilidad de las cosas, de que tanto pueda describirse en tan pocas palabras.

     Y duele.

     Profundamente.