Conviene aclarar que lo siguiente fue escrito en octubre de 1989 en un comedor-cafetería que infortunadamente ya no existe. Se ubicaba en la calle Francisco Sosa, cerca del Jardín Centenario en Coyoacán.
Fue aquí, en esta misma mesa, donde solíamos escribir en las servilletas aquellas palabras incomprensibles que jamás imaginé se tornaría en una práctica consuetudinaria, recurrente, para llamar su atención. Creo que tampoco imaginé que ella las guardaría, aunque en el fondo lo deseaba.
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Fue aquí, en esta misma mesa, donde solíamos escribir en las servilletas aquellas palabras incomprensibles que jamás imaginé se tornaría en una práctica consuetudinaria, recurrente, para llamar su atención. Creo que tampoco imaginé que ella las guardaría, aunque en el fondo lo deseaba.
Fue
aquí muchos, muchísimos meses después de su partida, donde por primera vez
vacié el contenido exacto de una botella de vino tinto en cuatro copas repletas de su ausencia.
Fue
aquí donde contraje, una vez más, la locura maravillosa de enamorarme de las
letras.
Fue
este, dentro de todos los sitios imaginables y reales de la ciudad, el único
que se me vino a la cabeza cuando se me pidiera una descripción detallada de
alguno que revelara mi predilección suicida.
Y
fue este pequeño restaurante, sobre de esta mesa, dentro de estas paredes con
sus sencillos cuadros, sorbiendo este vino, de lo único que se me antojó
escribir, hablando para mis adentros como si ella se encontrara enfrente mío,
viendo su mirada azul observándome y escuchando el tráfago acompasado
de las calles adoquinadas de Coyoacán en una tarde fresca de septiembre después de la
lluvia –una tarde cualquiera de los años ochenta–, desde una ventana de Los
Geranios.
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