Por
Cuauhtémoc Gama Ponce
En el
municipio de Yautepec, dentro del estado de Morelos, hay un pequeño pueblo que
ha sido famoso por dos cosas, principalmente: la siembra y el cultivo de caña
de azúcar y el nacimiento de una celebridad del teatro, Virginia Fábregas
García, conocida en su época como la “Sarah Bernhardt mexicana”, quien nació en la hacienda que años después se convertiría en un ingenio de la industria azucarera, dando
empleo a los pobladores de la región.
Yautepec, además, ha tenido fama por ser paso de uno de los
grandes héroes de la historia patria, Ignacio Zaragoza, el legendario general
que hizo –hasta donde se conoce– dos escalas en la cabecera municipal: la
primera, para recibir la instrucción terminante del presidente Don Benito
Juárez; la segunda, para dirigirse a Puebla a combatir a los invasores
franceses; y de otro más: Don Ignacio Manuel Altamirano, el celebérrimo
escritor de la novela póstuma El Zarco, masón,
político, defensor del Liberalismo, partícipe de la Revolución de Ayutla en
1854, y finalmente embajador de México en Italia, donde falleció en San Remo.
Pero centrémonos en el relato que deseamos contar, el de
nuestro querido Oacalco y sus costumbres…
Fue un año en que no llovía, en época de zafra, hace poco
menos de siete lustros. La cruz y el cristo estaban sobrepuestos en el
piso del atrio de la iglesia, asoleándose desde hacía algunos días. Mi
madre, al verlos maltratándose, preguntó señalando: «¿Y qué hace ahí?».
–Está castigado –le respondieron–, porque no ha habido
lluvia.
Recién llegada a la región, mi madre consideró que aquello
era una infamia, una irreverencia, aunque no dijo nada por respeto.
La historia del noble crucifijo se remonta a los tiempos de la
Revolución, cuando lo encontraron en un lugar que los oriundos llaman 'Chile
Verde'; entonces, los pobladores de Tepoztlán lo reclamaron como suyo, pero una
tormenta abundante, súbita, lo impidió. También se dice que cada vez que
intentan llevárselo del poblado a otro lugar que no sea Oacalco, se pone más
pesado, como si no quisiera irse de allí. Eso dicen.
Poco después de aquella lejana tarde, de algún modo, los
fieles del pueblo de Oacalco se reunieron, mujeres, hombres, niñas y niños,
hablaron con el sacerdote. Entonces sacaron del atrio de la iglesia al cristo
para que les hiciera el milagro.
Y comenzó a llover…
Los trabajadores, la gente toda del pueblo –y la del
ingenio– comieron, bebieron, ayudando a transportar al cristo. En medio de la
borrachera comunal, lo tiraron de bruces en el lodazal y se le cayó la nariz.
Alguien la recogió, se la pegaron como pudieron continuando con la pachanga
celebrando entre vítores.
–Deberías escuchar cómo lo cuenta mi compadre, hijo.
La imagen mide cerca de dos metros de altura, es de madera,
está pintada de colores. Se dice que pesa muchísimo. No se sabe cuánto en
realidad. En la actualidad, al cristo se le conoce como el Señor de
Huauzopan (que así se llama el ejido donde fue encontrado mucho tiempo atrás) y
dicen que es milagroso; tanto, que los pobladores de Oacalco aseguran que en ocasiones
“abre los ojos”. Ya no hay época de zafra en el pueblo, ni trabaja el
ingenio, pero se extrae el enorme crucifijo del fondo de la iglesia para que haga lo
mismo cada vez que falta el agua. En temporada de lluvia, se lleva a cabo
un recorrido durante nueve días por los alrededores con la imagen y se celebra
una fiesta en su honor el día 25 de septiembre, cada año.
La gente come. Los hombres se emborrachan…
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