En la década de 1980, en el lado sureste del Jardín Centenario,
la librería El Parnaso tenía una cafetería donde se reunían los intelectuales
de Coyoacán. Asimismo quienes aspirábamos a serlo algún día, ¿escritores, tal vez? También había muchos extranjeros.
Solíamos ir
a comprar libros para luego sentarnos en alguna mesa, mientras saboreábamos el
café y disfrutábamos de las veleidades del ocio que nos invadía los fines de
semana en aquella época. Después caminábamos alrededor de la fuente de Los
Coyotes comiendo helados de La Siberia, viendo chácharas que los pseudo-hippies anacrónicos ofrecían a
precios insólitos que jamás compraríamos, u observando a las parejas de novios tímidos
que rondaban al adivino que canturreaba con su característico y maligno tono
bellaco.
–… Te leo la mano… Te digo la
verdad… Te digo si te engaña… No le saques…
O a veces
mirando al grotesco y deteriorado émulo de Marcel Marceau que intentaba simular
el toparse con un espejo, o asir una cuerda y jalar algo, o abrir una puerta, o
subir y bajar una escalera, o acaso tropezarse con una cosa imaginaria o algo
por el estilo para, finalmente, recoger la recompensa tibia de sus espectadores,
escasas monedas de su asistente infantil (¿sería su hijo?), asimismo maquillado, ataviado con una mugrosa camiseta a rayas, pantalón negro, ajado, brilloso, inmiscuyéndose entre la
muchedumbre para recabar la exigua y triste compensación por el espectáculo que habría de salvar el día.
Eso era el
tercer mundo.
El de aquellos
años.
El nuestro…
Soñábamos con viajar a otro, juntos, al que muchos llamaban "primer mundo", imaginando que era mucho mejor…
Soñábamos con viajar a otro, juntos, al que muchos llamaban "primer mundo", imaginando que era mucho mejor…