miércoles, 30 de marzo de 2016

La magia de la cámara lenta (la década de 1980) DOS

Por Cuauhtémoc Gama Ponce



En la década de 1980, en el lado sureste del Jardín Centenario, la librería El Parnaso tenía una cafetería donde se reunían los intelectuales de Coyoacán. Asimismo quienes aspirábamos a serlo algún día, ¿escritores, tal vez? También había muchos extranjeros.

            Solíamos ir a comprar libros para luego sentarnos en alguna mesa, mientras saboreábamos el café y disfrutábamos de las veleidades del ocio que nos invadía los fines de semana en aquella época. Después caminábamos alrededor de la fuente de Los Coyotes comiendo helados de La Siberia, viendo chácharas que los pseudo-hippies anacrónicos ofrecían a precios insólitos que jamás compraríamos, u observando a las parejas de novios tímidos que rondaban al adivino que canturreaba con su característico y maligno tono bellaco.

            –… Te leo la mano… Te digo la verdad… Te digo si te engaña… No le saques…

            O a veces mirando al grotesco y deteriorado émulo de Marcel Marceau que intentaba simular el toparse con un espejo, o asir una cuerda y jalar algo, o abrir una puerta, o subir y bajar una escalera, o acaso tropezarse con una cosa imaginaria o algo por el estilo para, finalmente, recoger la recompensa tibia de sus espectadores, escasas monedas de su asistente infantil (¿sería su hijo?), asimismo maquillado, ataviado con una mugrosa camiseta a rayas, pantalón negro, ajado, brilloso, inmiscuyéndose entre la muchedumbre para recabar la exigua y triste compensación por el espectáculo que habría de salvar el día.

            Eso era el tercer mundo.

            El de aquellos años.

            El nuestro…

            Soñábamos con viajar a otro, juntos, al que muchos llamaban "primer mundo", imaginando que era mucho mejor…


lunes, 14 de marzo de 2016

La magia de la cámara lenta: Oficios…

Por Cuauhtémoc Gama Ponce


–Señor –dijo el niño–, me mandó mi madre con usted para ver en qué le podía ayudar.

            –Mejor siéntate en esa piedra porque no sabes y nomás me vas a estorbar.

            El niño hizo lo que le indicaron, contento por no regresar a casa y por no hacer nada.

            El hombre era un anciano, delgado, bajito, que comenzó a amarrar un novillo por las patas y lo tumbó para comenzar la tarea. Luego lo colgó de los extremos de un par de ramas de árbol, elaborando una serie de nudos con unas cuerdas que extrajo de su morral, sosteniéndolo boca arriba, de tal suerte que la cabeza del animal colgaría mirando hacia el cielo. Sacó su machete y le cortó las venas del pescuezo. El bovino comenzó a desangrarse en silencio y el hombrecito colocó una cubeta de peltre medio oxidada para que la sangre no se regara por el suelo.

            Mientras tanto, comenzó a cortarle los cueros por el medio del cuerpo, después por las verijas y demás partes, hasta que lo encueró, dejándolo al sol. Lo cubrió con un preparado que traía en una botella de vidrio a base de vinagre y agua y sal o algo así. Lo destripó y puso las entrañas en otra cubeta casi idéntica a la primera. Lo tiró al suelo y le cortó las patas para, finalmente, ponerlas en otro balde más jodido.

            Puso unas tablas gordas sobre unos pedregones. Comenzó a descolgar pieza por pieza la carne de la res con una pericia impresionante y lo colocó todo encima.

            –… Y luego les echó algo que nunca supe qué será. Creo que como más vinagre, pero con ceniza y aceite –me contó el protagonista de tan lejano y tan grande recuerdo, riéndose un poco–, la verdad ni me acuerdo… Y no se tardó ni una hora… Por Dios se lo juro, don Cuauhtémoc, ni una hora…


            –Ahora sí vente –le dijo el anciano al pequeño–, ahora me vas a ayudar con algo que sí sabes hacer: a cortar la carne en cachos pequeños y a picarla en cuadritos chiquititos para que se la lleves a tu madre ‘pa la comida, y luego le dices a tu papá que lo espero en la noche para invitarle unos tacos de cabeza y otros de suadero, y que se traiga un cartón de cervezas –detuvo su abundante labia por un instante–, y no se te vaya a olvidar porque luego andas todo como tarugo…