Por Cuauhtémoc Gama Ponce
–Señor –dijo el niño–, me mandó mi madre con usted para ver
en qué le podía ayudar.
–Mejor
siéntate en esa piedra porque no sabes y nomás me vas a estorbar.
El niño hizo
lo que le indicaron, contento por no regresar a casa y por no hacer nada.
El hombre
era un anciano, delgado, bajito, que comenzó a amarrar un novillo por las patas y
lo tumbó para comenzar la tarea. Luego lo colgó de los extremos de un par de
ramas de árbol, elaborando una serie de nudos con unas cuerdas que extrajo de
su morral, sosteniéndolo boca arriba, de tal suerte que la cabeza del animal colgaría
mirando hacia el cielo. Sacó su machete y le cortó las venas del pescuezo. El bovino
comenzó a desangrarse en silencio y el hombrecito colocó una cubeta de peltre
medio oxidada para que la sangre no se regara por el suelo.
Mientras
tanto, comenzó a cortarle los cueros por el medio del cuerpo, después por las
verijas y demás partes, hasta que lo encueró, dejándolo al sol. Lo cubrió con un
preparado que traía en una botella de vidrio a base de vinagre y agua y sal o algo
así. Lo destripó y puso las entrañas en otra cubeta casi idéntica a la primera.
Lo tiró al suelo y le cortó las patas para, finalmente, ponerlas en otro balde más jodido.
Puso unas
tablas gordas sobre unos pedregones. Comenzó a descolgar pieza por pieza la carne de la res con una pericia impresionante y lo colocó todo encima.
–… Y luego les
echó algo que nunca supe qué será. Creo que como más vinagre, pero con ceniza y aceite –me contó el protagonista de tan lejano y tan grande recuerdo, riéndose un poco–, la verdad ni me acuerdo… Y no se
tardó ni una hora… Por Dios se lo juro, don Cuauhtémoc, ni una hora…
–Ahora sí
vente –le dijo el anciano al pequeño–, ahora me vas a ayudar con algo que sí
sabes hacer: a cortar la carne en cachos pequeños y a picarla en cuadritos
chiquititos para que se la lleves a tu madre ‘pa la comida, y luego le dices a tu papá que lo espero en la noche para invitarle unos tacos de cabeza y otros de suadero, y que se traiga un cartón de cervezas –detuvo su abundante labia por un instante–, y no se te vaya a olvidar porque luego andas todo como tarugo…
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