lunes, 25 de enero de 2016

La magia de la cámara lenta: Robo

Por Cuauhtémoc Gama Ponce



Ayer estrellaron la aletilla de la ventana posterior de la puerta del lado izquierdo del automóvil de mi mujer, mientras estábamos en una reunión. Además del cristal roto, el percance no pasó a mayores, salvo por el hecho de que los ladrones extrajeron a la fuerza una maleta cerrada que llevaba casi un mes en la cajuela a través del respaldo del asiento trasero, pensando que tal vez contendría algo valioso. Pero no, en su interior sólo había algo de ropa, una cobija y, si acaso lo más oneroso, lo más caro, un dispositivo para medir la presión arterial.

            Imagino la cara de los imbéciles al llegar a su guarida, descubrir el botín y mentarnos la madre, haciendo un berrinche endemoniado, pensando «pinches jodidos». O el momento del asalto cuando intentaban arrancar el coche que jamás encendió, «Ya ves, pendejo, mejor vámonos ya» (porque aquél da marcha cuando se le da la gana y quizá haya sido lo más probable que ocurriera), y luego abandonarlo dejando todo hecho un lío con papeles regados en el piso, pedazos de vidrio, el asiento sin acomodar y el respaldo fuera de su lugar.

            Tras el susto, comenzaron las especulaciones entre los convidados a la reunión. Alguien dijo:

            –Si lo hubieras metido (refiriéndose al automóvil, claro), no habría pasado esto…–. Etc.

            Y sí, hay alguna razón en ello. Aunque con las debidas reservas.


            Se me ocurren tantos ejemplos en el uso inadecuado de la conjugación del verbo “haber”, que si mi abuelita materna hubiera tenido ruedas… Bueno, ya conocen el resto.

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