lunes, 25 de octubre de 2010

Un cuento en tres partes (3)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

La número tres

Cuando llegamos, la casa estaba atiborrada de dolientes. Alguien dispuso sillas y mesas de plástico en torno al patio principal, bajo los árboles y dentro de las habitaciones. Encontramos un lugar donde sentarnos en medio de la gente. Mi madre, algo nerviosa, se dedicó a buscar a la viuda para darle el pésame.

    –Espérame aquí –indicó, levantándose–. Ya la vi.

    Había un cuarto donde se velaba el cadáver de José Luis con el féretro abierto, rodeado por coronas de flores, cirios, incienso, imágenes religiosas, un crucifijo, veladoras. También se encontraban algunas personas, hombres en su mayoría, quienes entraban persignándose, rezaban entre dientes, guardaban silencio de pie haciendo guardia, cabizbajos, y salían con solemnidad a departir con los demás un café o algo fuerte para beber «pa'l'impresión». Don Sol, compadre suyo, uno de sus más grandes amigos, salió del fondo del patio, se acercó con dificultad, me vio sin reconocerme, se recargó en el quicio de la puerta y, llorando a lágrima viva, pronunció algunas palabras que nadie entendió por la borrachera que se cargaba. Dio media vuelta y se fue a buscar otro lugar donde estar mejor, tambaleándose.

    A mis espaldas escuché murmullos, pasos en la tierra, sonidos de madera, el rasgueo de unas cuerdas, un acordeón... La voz de una mujer:

    –Ya llegaron los músicos –anunció–. Voy a avisarle a mi tía.

    Poco después, vi que la tía referida era la viuda. Ésta se apartó de mi madre para recibir a los músicos y les condujo a la entrada de la habitación acondicionada como velatorio. El cuarteto saludó a la concurrencia y comenzó a tocar con veneración “Cruz de madera”, que es lo que se acostumbra (no lo sabía) en esos casos en Yautepec; al terminar, otra que –aunque me sonaba familiar– nunca había escuchado. La gente se apiñó en torno a ellos. Don Sol reapareció con una botella de aguardiente y se sumó al canto.

    –No nos vamos a tardar –comentó mi madre–. Ya me platicó doña Alicia (la viuda).

    Un tanto apenado, consideré que los funerales son también una forma de celebración donde todos se reúnen fundamentalmente para chismorrear, como en los bautizos, las confirmaciones, las bodas. Sólo que era la primera vez que presenciaba un sepelio con música.

    En algún momento, se presentó un hombre con gorra de beisbolista cargando una mochila, al que, respetuosamente, le abrieron paso rumbo al ataúd. Allí permaneció un buen rato en silencio, abatido. Era el hijo mayor de José Luis –explicó mi madre en voz baja– con quien había tenido un problema que lo llevó al abandono de la casa familiar dieciséis años antes. Fue notificado esa misma mañana, nunca se supo por quién, ni cómo, cruzado tres estados en autobús, llegado a las diez de la noche notoriamente contrariado y exhausto, sólo para encontrarse con el cargo de conciencia al no haber vuelto a dirigirle la palabra a su señor padre en tanto tiempo. Una tragedia familiar.

    Nos despedimos.

    Al día siguiente, mientras desayunábamos, pregunté qué era lo que le había contado la viuda a mi madre, y si alguien sabía de Santos, el otro hijo de José Luis (el de las niñas que fotografié).

    –Dicen que está escondido en Cuautla o en Cuernavaca, recuperándose. No lo sé –aclaró–. Pobre. Imagínate lo que sentiría...

    Lo imaginaba perfectamente: la víspera, él y José Luis pasaron buena parte del día con otros campesinos en el ojo de agua, el famoso “repartidor”, bebiendo, echando cartas. En medio del juego y la embriaguez, se hicieron de palabras, sacaron los cuchillos. Aquellos atacaron a José Luis y a Santos por alguna razón desconocida. Espantado, profiriendo maldiciones, éste alcanzó a subir a su padre severamente herido –desangrándose– a la camioneta, alentándolo mientras tomaba el volante y se dirigían a un hospital. Sin embargo, al pasar por San Carlos, un poblado cercano, José Luis falleció.

    Recordé, súbitamente, el título de la canción que no pude identificar la noche anterior: “Qué falta me hace mi padre”.

    Qué cosas...

(Fin de la serie)

viernes, 15 de octubre de 2010

Un cuento en tres partes (2)


Por Cuauhtémoc Gama Ponce 

La número dos

Santos es hijo de un campesino, otrora cañero, agricultor en general, florista, viverista, de nombre José Luis. No infrecuente era la ocasión de encontrarlos en su camioneta pick-up de color blanco, cargada de costales con pepinos, papa, jitomate, canastas con fresa, ocasionales atados exiguos de caña, tambos con agua; como tampoco lo era el que le invitaran a uno a tomar cerveza o tequila cuando las cosas les iban bien y celebraban una buena jornada.

    Muy chambeadores, padre e hijo, harto conocidos en Oacalco e Itzamatitlán (comunidades de Yautepec), siempre juntos. Siempre…

    Cercanos a la familia, un medio día del año pasado llegaron a saludarnos, pues ambos ayudaron a construir la casa donde vivimos: otro noble oficio. Así que me dediqué a tomar algunas fotografías, mientras bebían conversando sobre el tiempo en que no se habían visto, un buen tercio de años, y a escuchar el anecdotario. Me hice a la tarea de jugar con las niñas que los acompañaban espantando a la esposa de José Luis con la cámara, pues nunca las habían abordado con un aparato de tal naturaleza. Mucho menos tan de cerca, ni tan de frente.

    Obtuve buenas tomas, una de las cuales, meses más adelante, habría de formar parte de una exposición colectiva en la Casa de la Cultura.

    En algún momento del convite, Santos acabó con la última cerveza y me propuso acompañarlo a buscar más. No lo hice, porque el estado en que se encontraba me produjo desconfianza, además de que sus intenciones no sólo eran la adquisición de más alcohol, sino llevarme a un burdel.

    –Te voy a presentar con unas amigas mías que trabajan aquí “cercas” –comentó– y que te van a tratar muy bien... Yo pago...

    Afortunadamente, mi madre intervino:

    –Yo creo –dijo a Santos, dirigiéndose a mí con la mirada– que no deberían salir. Ya es noche –insistió–. Aquí don Jorge (refiriéndose a su consorte) tiene un aguardiente que te juro que te va a gustar, Santos, ¿verdad José Luis? Es de nanche –rubricó–. Él mismo lo preparó. Tras lo cual don Jorge se dispuso a buscar la botella e invitarles.

    Finalmente rescatado, aliviado ante la perspectiva de la otredad en manos de desconocidos, seguí haciendo fotos.

    José Luis no pudo estarse quieto. Todas las imágenes revelan la figura de un hombre extravagante, muy abierto y muy afectado por la bebida. Ojeras profundas. Dientes amarillos. Tenía las costillas a flor de piel, la camisa de cuadros abierta hasta la mitad del pecho, los brazos fuertes, aunque delgados, sin vello. Orgulloso, estableció el colofón de la historia de cuando le diagnosticaron diabetes:

    –De todos modos nos vamos a morir –alzando la botella, dijo–. Así que, "pus", ¿qué chingados? Salud, don Jorge...

    Clíck...

    Aún conservo la fotografía. La serie de fotografías.

    Tiempo después de aquella noche, mientras caminábamos, mi madre recibió la noticia de doña Marcela, una vecina:

    –Mataron a José Luis y que’l hijo está muy mal herido y no’parece –le dijo a bocajarro–. Pero “nadien” sabe dónde está. Los acuchillaron por allá en el repartidor...

    Había transcurrido casi un año desde su visita.

(Continuará)

miércoles, 13 de octubre de 2010

Un cuento en tres partes

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

La número uno

–Con todo respeto, compadre –dijo el hombre sosteniendo una botella de cerveza–, no sea usté pendejo. No mezcle las frías con las calientes porque se acedan...

    –Buenas tardes– saludé a la pareja de campesinos que bebía sentada en un poste de luz abandonado a la orilla del camino–. Con su permiso.

    –Buenas tardes, jovencito –contestaron al unísono–. Pase usté...

    Cosas como esa no dejan de sorprenderme desde que vivo en Yautepec. No hace falta intimar con nadie, pero la cortesía existe, aún entre desconocidos.

    A un cuarentón como yo, la palabra “jovencito” le viene de perlas en un contexto en el que los ancianos lo son casi desde los veinticinco y durante los siguientes sesenta (cuando llegan). La vida es dura y se nota en la piel. Casi siempre tienen el rostro cruzado de arrugas, los brazos asoleadísimos por años de trabajo en el campo y bajo malas condiciones. Muchos de ellos son enjutos, bajitos, al contrario de sus mujeres (también muchas), con frecuencia más altas y anchas. Las familias son numerosas. Aquí se puede ser abuelo sin grandes presiones sociales a los treinta, bisabuelo a los cincuenta, pues la tasa de natalidad comienza a contarse entre los doce y los trece años. Las generaciones, entonces, se suceden aceleradamente en comparación con otras ciudades de provincia.

    La paternidad surge en medio de la precariedad y de la falta de educación familiar y académica.

    En cierta ocasión, dentro del mercado, observé a un matrimonio conminar a un niño de no más de cinco años:

    –¡Camínale hijo de la chingada! –gritó la madre al propinarle un manazo en la nuca– ¿Qué no ves que ya es tarde cabrón? El padre guardó un respetuoso silencio.

    Las aspiraciones son algo truculentas, aunque extraordinariamente arraigadas. Navegan grácilmente en medio de un océano pletórico de lugares comunes del entendimiento, derivados de la puntual afición al televisor y de lo abyecto de sus mensajes.

    –Yo siempre soñé con que m'hija tuviera una vida bonita –dicen las madres–, con su casita, con su marido que viera por ella. Pero ya ve usté –añaden con lágrimas en los ojos–: a esta cabrona le ganó la calor y jué a juntarse junto con este pinche güey nomás porque andaba en moto...

    Hay en la comunidad el hábito a la resignación y a la pobreza sin demasiados reproches.

    Y por la misma circunstancia, también hay abuelas convertidas en madres de sus nietos, en tanto que las hijas, amantes precoces, “rehacen su vida” en brazos de cualquiera que pueda tenderles una mano... Y la vuelven a empezar porque, finalmente, tienen derecho:

    –La pobrecita de m'hija –se conduelen–... ¿Qué sería de ella sin su madre? Imagínese si no... Y 'ora con ese pinche borracho que me la sedució...

    Así dicen.

(Continuará)

jueves, 7 de octubre de 2010

Paréntesis

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Reconozco la soledad como una consecuencia. La conozco desde los hechos que, de manera coyuntural –voluntarios o involuntarios–, ocurrieron desde 2003 a la fecha en que se leen estas palabras.

    No voy a entrar en disquisiciones cuya futilidad resultaría insultante, o en hechos cuyos detalles son por muchos conocidos y que habrán de ser interpretados de manera disímil por cada quien, gracias a su propia concepción de las cosas.

    Con el tiempo he aprendido que la vida no es más que un ejercicio experimental: un reto atractivo, ineludible y fugaz, en el que las expectativas –con sus logros e infortunios– son la mejor forma de entretenimiento antes de que nos llegue la muerte; en el que la verdad y la mentira, las buenas y las malas acciones, todo ello junto, son el modo de proceder que exige el destino, y cuyo fin último es la permanencia de nuestra existencia en la memoria de los demás.

    También, que la educación es lo más valioso que pueda poseerse. Nunca nadie es mejor confidente, ni más bondadoso, ni mucho mejor amigo, o acaso enérgico e implacable. Jamás nada otorga el soporte necesario en momentos difíciles como su ubicua y polifacética doctrina.

    Lo demás –lo que sea–, es consecuencia de esa formación, de su entrega, de sus yerros, de sus aciertos; de esa familiar subordinación que todos reconocemos desde nuestro nacimiento y a la que solemos llamar “amor”, “amistad”, “verdad”, “vocación”, “trabajo”, o tantas expresiones como puedan ocurrírsenos y consigamos expresar con cierta claridad al transcurrir de los años.

    Escribo, entonces, esta constancia sin mayor pretensión, pues, a pesar de las cavilaciones anteriores, me gusta vivir la vida.

    Y mucho...

    ... Percibiendo esa extraña sensación de que las cosas se tornan más veloces, inasibles e inalcanzables, frenéticas casi, cuanto más se aproxima el final...

    Y que, al mismo tiempo, el movimiento continuo del universo provoca su marcha en cámara lenta, muy lenta... ¡Qué paradoja!

    Así que, finalmente, nos reconocemos vulnerables, falibles, mortales, pero leales custodios portadores de tan formidable experiencia...

miércoles, 6 de octubre de 2010

La magia de la cámara lenta (93)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

En algún momento de estos relatos, mencioné que entre 1984 y 1985 acontecieron tres cosas significativas, pues tales años definieron mis pasos. Pero debo ampliar el rango, agregar más elementos y ser más específico: la segunda mitad de los años ochenta y primera de los noventa.

La tercera

La música y el cine tuvieron –aun la tienen– gran influencia en mi persona. En particular una estación de radio que en aquella época transmitía rock contemporáneo las 24 horas, inusitadamente; un programa de salsa los sábados, una serie detectivesca capitulada, autoconclusiva (¡Vaya con el neologismo!), de un personaje que me fascinaba: Emiliano Conejero. Ir a la Cineteca Nacional a las muestras internacionales de cine, beber café en Coyoacán, emborracharnos de vez en cuando en Rock Stock en la Zona Rosa; visitar a Memo en Cuernavaca, a mi madre en Cuautla; descubrir a José Agustín, a Gustavo Sainz, a Juan José Arreola, a José Joaquín Blanco, y a tantos otros escritores latinoamericanos. Escuchar a los clásicos. Aprender del jazz. Ser dibujante de planos arquitectónicos y perspectivas en el despacho de Alfonso Bravo en la colonia Del Valle; hacedor de libros técnicos con el ingeniero Villasana y con el doctor Zeevaert en sus oficinas de Isabel La Católica en el Centro; aprendiz de editor en la Escuela de Antropología e Historia en Tlalpan con Juan Antonio; fotógrafo ocasional en revistas que desaparecían antes de publicarse. Y viajes, muchos viajes por toda la república en compañía de mi padre...

    Aquel Rock 101 ya no existe. Hoy, sus melodías suenan a arcón enmohecido en una página web que, según su propia descripción «...rinde un homenaje a la frecuencia radiofónica más grande que ha existido en la Ciudad de México...» (sic). La arquitectura, la ingeniería y la antropología desaparecieron del horizonte y de mi futuro.

    Al comenzar los noventa terminé mi carrera (¡Vaya, chavito!) y al poco murió mi padre, sorpresivamente, a sus cincuenta años exactos, a quien tanto quería y de quien tanto aprendí, y con quien reconozco una deuda impagable hasta el fin de mis días. Lo lloré mucho tiempo. Lo sé irreemplazable. Sigo llorándolo y extrañándole cuando sueño con él. Lo recuerdo al viajar. Lo recordé cuando me divorcié y durante las noches sin dormir en que no sabía a quién contarle nada, ni cómo. Al escribir estas palabras...

    Papá solía decir de mí en las reuniones delante de sus amigos, entrado en copas:

    –Este es mi hijo –tomándome del brazo–, a quien he puesto por sobre todas las cosas.

    Siempre estuve con él, a pesar de nuestras diferencias. Trabajé muchos años para él. Había sido mi jefe y esas diferencias (de criterio laboral, sobre todo) nos apartaron un poco en los años previos a su fallecimiento. Sin embargo lo acompañé en el hospital en las dos únicas ocasiones que fue internado en su existencia, y más de una –a pesar suyo– lo llevé al cardiólogo. Me reprochaba el tratarlo como a un enfermo.

    –Carajo, chavito –decía.

    Lo sepultamos en su lugar de nacimiento, Pachuca, en contra de su expresa y verbal voluntad, pero sin testamento, lamentablemente, en un cofre a cuyos pies depositamos lo que quedaba de los restos de su propio padre (el legendario abuelo minero que falleció a los 35, víctima de silicosis). Juntos, en la misma fosa. Con la muerte de mi querido padre, su familia se desbarató y cada quien tomó su rumbo. En poco más de quince años sólo he visitado su tumba dos veces. A él no le gustaban los panteones, ni los llantos.

    Yo comencé a trabajar en televisión y a tratar de hacerme una nueva vida. Me dediqué a afincar mi adultez y a conocer nuevos amigos, nuevos lugares...

    Pero, ¿qué pasó con la mujer que conocí en octubre de 1985? Bien, pues es la misma mujer de la que me enamoré rabiosamente y con la que viví en 1988 en Coyoacán. Regresó a su país, fastidiada de vivir en el tercer mundo (¡Qué cosa!). Viajó a Inglaterra, después a Kenia. Al paso del tiempo, dejé de enviarle cartas y de recibir las suyas, en una época troglodita en la que la Internet sólo estaba en las universidades, y la escritura doméstica amenazaba con enviarme al manicomio. Nos perdimos de vista...

    Aquí me detengo para realizar un justo acto de contrición: nunca pude olvidarla. Yo hice lo mío, no obstante. Ella, lo suyo. Sólo eso. Sin más detalles.

    Nos reencontramos hace un par de años y supe que había vivido en Estados Unidos; que vino a buscarme el mismo año en que me casé con la madre de mi hijo, pero, lo admito –y deberé asumir en algún momento las consecuencias de semejante confesión que pudiera interpretarse como una infidencia filial imperdonable–: si hubiera sabido que me buscaba, no me caso.

    Qué tal...

(Continuará)

sábado, 2 de octubre de 2010

La magia de la cámara lenta (92)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

La segunda

El lugar era un apartamento de tres recámaras, dos baños, una cocina, una estancia con espacio para sala y comedor. Amplio y luminoso. Pertenecía a un edificio de cuatro pisos, cuatro por cada nivel, incluyendo cuatro en la planta baja. Cuartos de servicio correspondientes en la azotea. Esta construcción, identificada en la entrada principal con la letra «A», era gemelo de otro, contiguo, el «B», y medio hermano de un tercero que había sido construido sólo con la mitad de habitáculos, frente a ambos, el «C». En total, cincuenta viviendas familiares repartidas en tres edificaciones en cuyos extremos estaban los cajones de estacionamiento y, al centro de los tres inmuebles, un jardín pequeño, bien cuidado.

    En el vecindario había una gama variopinta de jóvenes padres de familia que contendían por sobresalir de entre los demás con sus actividades y sus pretensiones, durante las juntas que se llevaban a cabo periódicamente para fijar cuotas de mantenimiento: abogados, médicos, fotógrafos, ingenieros, empresarios. Uno de ellos –cuyo verdadero nombre no recuerdo–, entabló con mi padre una cordial amistad. Actor de cine y televisión, se hacía llamar de modo un tanto petulante como el famoso histrión ítalo-francés: Jean Sorel. Recibía visitas frecuentes de celebridades, que en aquellos tiempos ya eran veteranos del cine mexicano o de la canción vernácula, casi olvidados e irreconocibles, como Armando Calvo y Carlos Lico, hoy finados.

    Así que, dado el contexto, la cosa tenía su «cachet», digámoslo así.

    Entre los trece y los veintiún años (ahhh... mi entrañable adolescencia), luego de terminar la primaria, durante la secundaria, más tarde en la preparatoria, poco antes de comenzar la carrera de arquitectura (truncarla por motivos que no pienso confesar y recomenzar una nueva –diseño gráfico–), me dediqué un poco al deporte, a la fotografía, a viajar mucho con mi padre, a leer siempre, y a tratar de aprender de la vida como todos mis amigos. Cometiendo errores y enmendándoles. Aprendiendo a vivir, pues.

    En octubre de 1985, conocí una mujer a través de unos vecinos, quienes pertenecían a un grupo de intercambios internacionales. Habían recibido la visita de una adolescente extranjera con la cual no sabían cómo comportarse, a pesar de las atenciones y cuidados con que la procuraban, según decían.

    Aclaro que no se trata de la madre de mi hijo, pues ese es un asunto apartado de este relato y que merece otro título y otro tiempo.

    Hasta aquí la precisión.

(Continuará)