miércoles, 6 de octubre de 2010

La magia de la cámara lenta (93)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

En algún momento de estos relatos, mencioné que entre 1984 y 1985 acontecieron tres cosas significativas, pues tales años definieron mis pasos. Pero debo ampliar el rango, agregar más elementos y ser más específico: la segunda mitad de los años ochenta y primera de los noventa.

La tercera

La música y el cine tuvieron –aun la tienen– gran influencia en mi persona. En particular una estación de radio que en aquella época transmitía rock contemporáneo las 24 horas, inusitadamente; un programa de salsa los sábados, una serie detectivesca capitulada, autoconclusiva (¡Vaya con el neologismo!), de un personaje que me fascinaba: Emiliano Conejero. Ir a la Cineteca Nacional a las muestras internacionales de cine, beber café en Coyoacán, emborracharnos de vez en cuando en Rock Stock en la Zona Rosa; visitar a Memo en Cuernavaca, a mi madre en Cuautla; descubrir a José Agustín, a Gustavo Sainz, a Juan José Arreola, a José Joaquín Blanco, y a tantos otros escritores latinoamericanos. Escuchar a los clásicos. Aprender del jazz. Ser dibujante de planos arquitectónicos y perspectivas en el despacho de Alfonso Bravo en la colonia Del Valle; hacedor de libros técnicos con el ingeniero Villasana y con el doctor Zeevaert en sus oficinas de Isabel La Católica en el Centro; aprendiz de editor en la Escuela de Antropología e Historia en Tlalpan con Juan Antonio; fotógrafo ocasional en revistas que desaparecían antes de publicarse. Y viajes, muchos viajes por toda la república en compañía de mi padre...

    Aquel Rock 101 ya no existe. Hoy, sus melodías suenan a arcón enmohecido en una página web que, según su propia descripción «...rinde un homenaje a la frecuencia radiofónica más grande que ha existido en la Ciudad de México...» (sic). La arquitectura, la ingeniería y la antropología desaparecieron del horizonte y de mi futuro.

    Al comenzar los noventa terminé mi carrera (¡Vaya, chavito!) y al poco murió mi padre, sorpresivamente, a sus cincuenta años exactos, a quien tanto quería y de quien tanto aprendí, y con quien reconozco una deuda impagable hasta el fin de mis días. Lo lloré mucho tiempo. Lo sé irreemplazable. Sigo llorándolo y extrañándole cuando sueño con él. Lo recuerdo al viajar. Lo recordé cuando me divorcié y durante las noches sin dormir en que no sabía a quién contarle nada, ni cómo. Al escribir estas palabras...

    Papá solía decir de mí en las reuniones delante de sus amigos, entrado en copas:

    –Este es mi hijo –tomándome del brazo–, a quien he puesto por sobre todas las cosas.

    Siempre estuve con él, a pesar de nuestras diferencias. Trabajé muchos años para él. Había sido mi jefe y esas diferencias (de criterio laboral, sobre todo) nos apartaron un poco en los años previos a su fallecimiento. Sin embargo lo acompañé en el hospital en las dos únicas ocasiones que fue internado en su existencia, y más de una –a pesar suyo– lo llevé al cardiólogo. Me reprochaba el tratarlo como a un enfermo.

    –Carajo, chavito –decía.

    Lo sepultamos en su lugar de nacimiento, Pachuca, en contra de su expresa y verbal voluntad, pero sin testamento, lamentablemente, en un cofre a cuyos pies depositamos lo que quedaba de los restos de su propio padre (el legendario abuelo minero que falleció a los 35, víctima de silicosis). Juntos, en la misma fosa. Con la muerte de mi querido padre, su familia se desbarató y cada quien tomó su rumbo. En poco más de quince años sólo he visitado su tumba dos veces. A él no le gustaban los panteones, ni los llantos.

    Yo comencé a trabajar en televisión y a tratar de hacerme una nueva vida. Me dediqué a afincar mi adultez y a conocer nuevos amigos, nuevos lugares...

    Pero, ¿qué pasó con la mujer que conocí en octubre de 1985? Bien, pues es la misma mujer de la que me enamoré rabiosamente y con la que viví en 1988 en Coyoacán. Regresó a su país, fastidiada de vivir en el tercer mundo (¡Qué cosa!). Viajó a Inglaterra, después a Kenia. Al paso del tiempo, dejé de enviarle cartas y de recibir las suyas, en una época troglodita en la que la Internet sólo estaba en las universidades, y la escritura doméstica amenazaba con enviarme al manicomio. Nos perdimos de vista...

    Aquí me detengo para realizar un justo acto de contrición: nunca pude olvidarla. Yo hice lo mío, no obstante. Ella, lo suyo. Sólo eso. Sin más detalles.

    Nos reencontramos hace un par de años y supe que había vivido en Estados Unidos; que vino a buscarme el mismo año en que me casé con la madre de mi hijo, pero, lo admito –y deberé asumir en algún momento las consecuencias de semejante confesión que pudiera interpretarse como una infidencia filial imperdonable–: si hubiera sabido que me buscaba, no me caso.

    Qué tal...

(Continuará)

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