miércoles, 13 de octubre de 2010

Un cuento en tres partes

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

La número uno

–Con todo respeto, compadre –dijo el hombre sosteniendo una botella de cerveza–, no sea usté pendejo. No mezcle las frías con las calientes porque se acedan...

    –Buenas tardes– saludé a la pareja de campesinos que bebía sentada en un poste de luz abandonado a la orilla del camino–. Con su permiso.

    –Buenas tardes, jovencito –contestaron al unísono–. Pase usté...

    Cosas como esa no dejan de sorprenderme desde que vivo en Yautepec. No hace falta intimar con nadie, pero la cortesía existe, aún entre desconocidos.

    A un cuarentón como yo, la palabra “jovencito” le viene de perlas en un contexto en el que los ancianos lo son casi desde los veinticinco y durante los siguientes sesenta (cuando llegan). La vida es dura y se nota en la piel. Casi siempre tienen el rostro cruzado de arrugas, los brazos asoleadísimos por años de trabajo en el campo y bajo malas condiciones. Muchos de ellos son enjutos, bajitos, al contrario de sus mujeres (también muchas), con frecuencia más altas y anchas. Las familias son numerosas. Aquí se puede ser abuelo sin grandes presiones sociales a los treinta, bisabuelo a los cincuenta, pues la tasa de natalidad comienza a contarse entre los doce y los trece años. Las generaciones, entonces, se suceden aceleradamente en comparación con otras ciudades de provincia.

    La paternidad surge en medio de la precariedad y de la falta de educación familiar y académica.

    En cierta ocasión, dentro del mercado, observé a un matrimonio conminar a un niño de no más de cinco años:

    –¡Camínale hijo de la chingada! –gritó la madre al propinarle un manazo en la nuca– ¿Qué no ves que ya es tarde cabrón? El padre guardó un respetuoso silencio.

    Las aspiraciones son algo truculentas, aunque extraordinariamente arraigadas. Navegan grácilmente en medio de un océano pletórico de lugares comunes del entendimiento, derivados de la puntual afición al televisor y de lo abyecto de sus mensajes.

    –Yo siempre soñé con que m'hija tuviera una vida bonita –dicen las madres–, con su casita, con su marido que viera por ella. Pero ya ve usté –añaden con lágrimas en los ojos–: a esta cabrona le ganó la calor y jué a juntarse junto con este pinche güey nomás porque andaba en moto...

    Hay en la comunidad el hábito a la resignación y a la pobreza sin demasiados reproches.

    Y por la misma circunstancia, también hay abuelas convertidas en madres de sus nietos, en tanto que las hijas, amantes precoces, “rehacen su vida” en brazos de cualquiera que pueda tenderles una mano... Y la vuelven a empezar porque, finalmente, tienen derecho:

    –La pobrecita de m'hija –se conduelen–... ¿Qué sería de ella sin su madre? Imagínese si no... Y 'ora con ese pinche borracho que me la sedució...

    Así dicen.

(Continuará)

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