sábado, 2 de octubre de 2010

La magia de la cámara lenta (92)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

La segunda

El lugar era un apartamento de tres recámaras, dos baños, una cocina, una estancia con espacio para sala y comedor. Amplio y luminoso. Pertenecía a un edificio de cuatro pisos, cuatro por cada nivel, incluyendo cuatro en la planta baja. Cuartos de servicio correspondientes en la azotea. Esta construcción, identificada en la entrada principal con la letra «A», era gemelo de otro, contiguo, el «B», y medio hermano de un tercero que había sido construido sólo con la mitad de habitáculos, frente a ambos, el «C». En total, cincuenta viviendas familiares repartidas en tres edificaciones en cuyos extremos estaban los cajones de estacionamiento y, al centro de los tres inmuebles, un jardín pequeño, bien cuidado.

    En el vecindario había una gama variopinta de jóvenes padres de familia que contendían por sobresalir de entre los demás con sus actividades y sus pretensiones, durante las juntas que se llevaban a cabo periódicamente para fijar cuotas de mantenimiento: abogados, médicos, fotógrafos, ingenieros, empresarios. Uno de ellos –cuyo verdadero nombre no recuerdo–, entabló con mi padre una cordial amistad. Actor de cine y televisión, se hacía llamar de modo un tanto petulante como el famoso histrión ítalo-francés: Jean Sorel. Recibía visitas frecuentes de celebridades, que en aquellos tiempos ya eran veteranos del cine mexicano o de la canción vernácula, casi olvidados e irreconocibles, como Armando Calvo y Carlos Lico, hoy finados.

    Así que, dado el contexto, la cosa tenía su «cachet», digámoslo así.

    Entre los trece y los veintiún años (ahhh... mi entrañable adolescencia), luego de terminar la primaria, durante la secundaria, más tarde en la preparatoria, poco antes de comenzar la carrera de arquitectura (truncarla por motivos que no pienso confesar y recomenzar una nueva –diseño gráfico–), me dediqué un poco al deporte, a la fotografía, a viajar mucho con mi padre, a leer siempre, y a tratar de aprender de la vida como todos mis amigos. Cometiendo errores y enmendándoles. Aprendiendo a vivir, pues.

    En octubre de 1985, conocí una mujer a través de unos vecinos, quienes pertenecían a un grupo de intercambios internacionales. Habían recibido la visita de una adolescente extranjera con la cual no sabían cómo comportarse, a pesar de las atenciones y cuidados con que la procuraban, según decían.

    Aclaro que no se trata de la madre de mi hijo, pues ese es un asunto apartado de este relato y que merece otro título y otro tiempo.

    Hasta aquí la precisión.

(Continuará)

No hay comentarios.: