viernes, 15 de octubre de 2010

Un cuento en tres partes (2)


Por Cuauhtémoc Gama Ponce 

La número dos

Santos es hijo de un campesino, otrora cañero, agricultor en general, florista, viverista, de nombre José Luis. No infrecuente era la ocasión de encontrarlos en su camioneta pick-up de color blanco, cargada de costales con pepinos, papa, jitomate, canastas con fresa, ocasionales atados exiguos de caña, tambos con agua; como tampoco lo era el que le invitaran a uno a tomar cerveza o tequila cuando las cosas les iban bien y celebraban una buena jornada.

    Muy chambeadores, padre e hijo, harto conocidos en Oacalco e Itzamatitlán (comunidades de Yautepec), siempre juntos. Siempre…

    Cercanos a la familia, un medio día del año pasado llegaron a saludarnos, pues ambos ayudaron a construir la casa donde vivimos: otro noble oficio. Así que me dediqué a tomar algunas fotografías, mientras bebían conversando sobre el tiempo en que no se habían visto, un buen tercio de años, y a escuchar el anecdotario. Me hice a la tarea de jugar con las niñas que los acompañaban espantando a la esposa de José Luis con la cámara, pues nunca las habían abordado con un aparato de tal naturaleza. Mucho menos tan de cerca, ni tan de frente.

    Obtuve buenas tomas, una de las cuales, meses más adelante, habría de formar parte de una exposición colectiva en la Casa de la Cultura.

    En algún momento del convite, Santos acabó con la última cerveza y me propuso acompañarlo a buscar más. No lo hice, porque el estado en que se encontraba me produjo desconfianza, además de que sus intenciones no sólo eran la adquisición de más alcohol, sino llevarme a un burdel.

    –Te voy a presentar con unas amigas mías que trabajan aquí “cercas” –comentó– y que te van a tratar muy bien... Yo pago...

    Afortunadamente, mi madre intervino:

    –Yo creo –dijo a Santos, dirigiéndose a mí con la mirada– que no deberían salir. Ya es noche –insistió–. Aquí don Jorge (refiriéndose a su consorte) tiene un aguardiente que te juro que te va a gustar, Santos, ¿verdad José Luis? Es de nanche –rubricó–. Él mismo lo preparó. Tras lo cual don Jorge se dispuso a buscar la botella e invitarles.

    Finalmente rescatado, aliviado ante la perspectiva de la otredad en manos de desconocidos, seguí haciendo fotos.

    José Luis no pudo estarse quieto. Todas las imágenes revelan la figura de un hombre extravagante, muy abierto y muy afectado por la bebida. Ojeras profundas. Dientes amarillos. Tenía las costillas a flor de piel, la camisa de cuadros abierta hasta la mitad del pecho, los brazos fuertes, aunque delgados, sin vello. Orgulloso, estableció el colofón de la historia de cuando le diagnosticaron diabetes:

    –De todos modos nos vamos a morir –alzando la botella, dijo–. Así que, "pus", ¿qué chingados? Salud, don Jorge...

    Clíck...

    Aún conservo la fotografía. La serie de fotografías.

    Tiempo después de aquella noche, mientras caminábamos, mi madre recibió la noticia de doña Marcela, una vecina:

    –Mataron a José Luis y que’l hijo está muy mal herido y no’parece –le dijo a bocajarro–. Pero “nadien” sabe dónde está. Los acuchillaron por allá en el repartidor...

    Había transcurrido casi un año desde su visita.

(Continuará)

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