jueves, 7 de octubre de 2010

Paréntesis

Por Cuauhtémoc Gama Ponce

Reconozco la soledad como una consecuencia. La conozco desde los hechos que, de manera coyuntural –voluntarios o involuntarios–, ocurrieron desde 2003 a la fecha en que se leen estas palabras.

    No voy a entrar en disquisiciones cuya futilidad resultaría insultante, o en hechos cuyos detalles son por muchos conocidos y que habrán de ser interpretados de manera disímil por cada quien, gracias a su propia concepción de las cosas.

    Con el tiempo he aprendido que la vida no es más que un ejercicio experimental: un reto atractivo, ineludible y fugaz, en el que las expectativas –con sus logros e infortunios– son la mejor forma de entretenimiento antes de que nos llegue la muerte; en el que la verdad y la mentira, las buenas y las malas acciones, todo ello junto, son el modo de proceder que exige el destino, y cuyo fin último es la permanencia de nuestra existencia en la memoria de los demás.

    También, que la educación es lo más valioso que pueda poseerse. Nunca nadie es mejor confidente, ni más bondadoso, ni mucho mejor amigo, o acaso enérgico e implacable. Jamás nada otorga el soporte necesario en momentos difíciles como su ubicua y polifacética doctrina.

    Lo demás –lo que sea–, es consecuencia de esa formación, de su entrega, de sus yerros, de sus aciertos; de esa familiar subordinación que todos reconocemos desde nuestro nacimiento y a la que solemos llamar “amor”, “amistad”, “verdad”, “vocación”, “trabajo”, o tantas expresiones como puedan ocurrírsenos y consigamos expresar con cierta claridad al transcurrir de los años.

    Escribo, entonces, esta constancia sin mayor pretensión, pues, a pesar de las cavilaciones anteriores, me gusta vivir la vida.

    Y mucho...

    ... Percibiendo esa extraña sensación de que las cosas se tornan más veloces, inasibles e inalcanzables, frenéticas casi, cuanto más se aproxima el final...

    Y que, al mismo tiempo, el movimiento continuo del universo provoca su marcha en cámara lenta, muy lenta... ¡Qué paradoja!

    Así que, finalmente, nos reconocemos vulnerables, falibles, mortales, pero leales custodios portadores de tan formidable experiencia...

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