jueves, 10 de septiembre de 2015

La magia de la cámara lenta (septiembre de 2015)

Por Cuauhtémoc Gama Ponce



Comencé a escribir a los dieciséis años pensando en que, algún día, relataría una historia bien contada y que mis amigos la disfrutarían. A través de los años, he encontrado el modo de publicar algunas cosas, escritas y gráficas, gracias a quienes, en medio de esta vorágine tecnológica, han tenido la posibilidad de echarme una mano, en tanto una editorial con la que he contactado se decide a publicar mis historias breves como debe de ser: dentro de un libro impreso en tinta y papel.

     Lo siguiente, se lo escribí a la madre de mi hijo hace mucho tiempo, luego de terminar un noviazgo que duró cuatro años –por motivos insulsos que no recuerdo con exactitud–, y que se reanudó para casarnos algunos meses más tarde, en marzo de 1998.

     Tuvimos un matrimonio más o menos exitoso, más o menos estable, durante el cual viajamos, nos hicimos de una mascota al cuarto año, nos espantamos tras la noticia sorpresiva, súbita e inesperada de una enfermedad atroz por su naturaleza cruel, irreversible, progresiva, de orígenes desconocidos, y procreamos a Diego al quinto; hasta que, finalmente, llenos de dolor por nuestro hijo tan pequeño, nos divorciamos casi al undécimo por mentiras y ocultamientos –principalmente míos, he de reconocer– debido a falaces pretensiones de ambos, a la toma errática de decisiones compartidas, culminando con pleitos legales irresolubles, insensatos, perdiéndonos el respeto, peleándonos para siempre…

     Tal es mi versión.

     Desconozco la de mi hijo…



Ciudad de México, 16 de mayo de 1997.

Hace tiempo que me pides escribir una carta, continuar un relato al que no he sido capaz de darle más rasgos que los de un par de apuntes; que te obsequie con detalles simples como un chocolate, acaso una flor, porque ello es muy significativo para ti…

     Hace tiempo que me dices:

     –Tú ya no me quieres.

     Hace tiempo dejé inconclusa la carta, decidí no continuar con los apuntes, dos, con los que durante un tiempo y, en verdad, establecí batallas personales para encontrar de nuevo el juvenil dominio del pulso sobre el papel.

     Hace tiempo perdí, efectivamente, el gusto por los chocolates, el olfato por las flores y el portentoso significado de ciertas pequeñeces.

     Luego se acortó la distancia entre el principio y el final.

     Pasaron los años…

     Y henos aquí.




     Al leerla después de tantos años, me pasma la inexorabilidad de las cosas, de que tanto pueda describirse en tan pocas palabras.

     Y duele.

     Profundamente.




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